La Noche
Seguimos repasando los momentos en los que una jovencita en el monte santiagueño, se encuentra con un inesperado regalo divino…El padre Juan Ignacio Liebana, el padre «Juani» nos invita a reflexionar sobre la historia de la aparición de la imagen de la Virgen de Huachana.
“Una vez más, Telésfora llegó al lugar sagrado y esperó. La noche se presentaba perfecta para asistir al encuentro de siempre. El brillo sin igual de millones de estrellas y el imperturbable cielo azulado eran sus mejores aliados…»
Emprendiendo una nueva Peregrinación
En todo camino nos aguarda la noche. Ella nos obliga a detenernos para descansar y esperar la luz del alba. Necesitamos acomodarnos al nuevo paisaje nocturno. Nuestros ojos se entrecierran para percibir mejor. Es preciso dejar pasar un tiempo para distinguir las formas. El atardecer nos hace de umbral, en una transición pausada, que nos va despojando de muchas claridades y luces. La naturaleza acompaña estas horas en bellos colores anaranjados, azules, violetas. Es el momento del retorno a la casa, en busca de un refugio seguro. Este umbral que se atraviesa del Camino hacia la Casa, fue bautizado por nuestros campesinos con el nombre de oración. Es el tiempo del recogimiento para volver dentro de nosotros mismos, en una nueva peregrinación. Es un tiempo para amigarnos con el silencio, la intimidad y el encuentro con lo sagrado. Luego de la prisa del día, de la actividad dispersa y frenética, no resulta tan fácil levantar el pie del acelerador. Nos cuesta seguir este susurro que nos conduce al recogimiento. Tenemos miedo de aburrirnos, de sentirnos solos, de escuchar ruidos interiores que no tenemos aún el coraje de atender. Frente a la noche no hay muchas opciones. O la negamos, prolongando el día con luces de neón, buscando refugios falsos: en imágenes, contactos, más actividades, que aturden y que terminan siendo re–fugas. O, por el contrario, la acogemos como espacio de encuentro y de luz. ¿Cómo termino el día? ¿Qué suelo hacer durante la noche? ¿Acepto con humildad mi necesidad de descanso? ¿Descanso bien?
Amigandonos con la Noche
De día son claros los contornos, los límites y las fronteras de las cosas. De noche, por el contrario, las formas se esfuman y perdemos su control. Debemos agachar la cabeza, en la espera del amanecer. Por eso, en la noche cerramos los ojos, como quien se rinde ante el no control del ritmo natural y sabio de la vida. Es el momento preciso para claudicar, para volver a nuestro lugar de creaturas, para aceptar nuestra indigencia radical. De día hemos podido realizar mucho, emprender, hacer, decidir. De noche nos volvemos a colocar en el espacio que nos corresponde. Debemos reconocer humildemente que no somos Dios, que no siempre podemos realizar todo lo que pretendemos. Ella nos enseña a morir a nuestros ambiciosos, ilusorios y apretados planes, para aceptar los de Dios. Ella nos enfrenta con nuestros miedos, límites, impotencias y fracasos. En la noche sufrimos con más agudeza nuestra separación, nuestro corte, nuestro aislamiento y soledad. De ahí que nos cueste tanto permanecer en ella. No es fácil mantener abierta la herida, insatisfecho el anhelo, inquieta nuestra búsqueda constante. Por eso, huimos ante la evidente brecha, la escondemos y camuflamos. Hacemos hasta lo imposible por mostrarnos fuertes y poderosos, llevando el timón de nuestras vidas. ¿Cómo reacciono frente a mis sombras y límites? ¿Y ante los del prójimo?
Sorprendidos y fortalecidos por la cotidiana meta que nos aguarda
Dice el poeta Yupanqui: Cuando la noche le ha robado el paisaje de afuera, el hombre se anima a abrir la ventana de su otro mundo. Si nos arriesgamos a permanecer en la noche, escucharemos un llamado, una invitación a la comunión. Cada día podemos hacer experiencia de este Dios enamorado que nos busca incansablemente: Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos (Ap 3,20). Cuando nos atrevemos a abrir esta puerta, la noche se hace clara como el día (Sal 139). Comenzamos, pues, otro camino: el que nos lleva al propio corazón, lugar de intimidad y de hondura. Con asombro, podemos descubrir que aquello, por lo cual corremos y nos afanamos cada día, nos aguarda silenciosamente cada noche. O entramos o nos fugamos. No hay otra opción. Si atravesamos con decisión este oscuro umbral, seremos sorprendidos por una paz profunda, por una sensación de quietud y sosiego, de estar en casa. Se abre un mundo maravilloso e inexplorado. Es el momento de la confidencia, de la intimidad, de los diálogos profundos. Los vínculos familiares se recrean, ante la firme decisión de cerrar a tiempo la puerta a la televisión, a las comunicaciones virtuales, al aislamiento, y abrirla a una nueva y sincera comunicación. Tímidamente se van soltando las cosas de antes, compartidas y narradas. Es el momento de la memoria, de las mágicas leyendas, de la transmisión de valores, de la oración en familia, de la sinceridad confiada, de la expresión de nuestros sentimientos, del compartir nuestros secretos. El hilo frágil, que mantiene a las generaciones unidas, se va tornando más sólido, por el rico encuentro entre lo antiguo y lo nuevo. He aquí la verdadera roca que mantendrá firme nuestra vida y la de los nuestros, ante los embates de la jornada. Estamos ante el mejor antídoto que preservará a nuestros niños y jóvenes de todo aquello que amenace y lastime sus frágiles vidas. En mi infancia, ¿tuve la oportunidad de gustar de estos encuentros? En la actualidad, ¿me arriesgo a la intimidad con Dios y mis seres queridos? ¿Qué puedo hacer al finalizar el día, para facilitar este encuentro con ellos?
En el umbral de un nuevo Nacimiento
La noche nos habla de límite, de muerte, de ocaso, de final. Así como cada amanecer nos remite a un nuevo nacimiento, así cada noche nos coloca cara a cara con la muerte. Gustar la noche es gustar la muerte. La vida verdadera está precedida de varias muertes y, a su vez, cada muerte aguarda una vida nueva. Desde que Jesús, cual punta de flecha, atravesó este tenebroso abismo y retornó victorioso del mismo, como Hombre Nuevo, la muerte ya no tiene la última palabra. Junto con San Pablo, podemos exclamar: La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón? (1 Cor 15,54-55). Ella no será, pues, el final de una historia, sino el paso obligado, la necesaria pascua que nos encaminará hacia una historia nueva. Estamos, pues, no ya ante el dolor de agonía, que antecede a la muerte, sino ante un dolor de parto, que engendrará una vida. La noche será el testigo y el espacio adecuado para el alumbramiento, para la gestación dolorosa y combativa de ese hombre nuevo que anhelamos ser. La noche nos parte al medio, física y emocionalmente. Sentimos desintegrada nuestra vida, partida en mil pedazos. Pero Dios no nos dejará así. Estos pedazos rotos no serán simplemente re-unidos o pegados entre sí. Ellos aguardan un nuevo nacimiento, una nueva creación. Ser partidos será, pues, misteriosamente, la condición necesaria para la Vida Nueva. Necesitamos ser escombros para ser nuevas creaturas. Y es entonces cuando partimos, comenzando un nuevo tramo en la peregrinación de la vida. Nos despedimos de los pedazos rotos y emprendemos una nueva partida. ¿Cuáles han sido los dolores más profundos de tu vida? ¿Cómo vives tus cruces cotidianas? ¿Te enojas y te encierras? ¿Te quejas y te vuelves agresivo/a? ¿Pides ayuda? ¿Te dejas ayudar por otros?
La noche nos aguarda más Sorpresas
La noche es un espacio luminoso de salvación. Ella nos conduce a la intimidad con nosotros mismos, con Dios y con el prójimo. A su vez, la espesura nocturna nos fuerza a agudizar nuestra mirada. Cuánto más oscura la noche, tanto más brillan los astros que la presiden. En Huachana podemos disfrutar ese parral por cielo, con racimos de estrellas. En el dolor y la muerte, podemos descubrir con más intensidad las pequeñas chispas de esperanza y de luz, que se encienden en nuestras vidas. Luces que, muchas veces, no percibimos ni valoramos en tiempos de bonanza. Luces que se tornan resplandecientes, como faros en la noche, cuando la vida cincha con más fuerza. Luces que no encandilan, ni vislumbran y que apenas son perceptibles, lo suficiente para engendrar una humilde esperanza, para volver más llevadera la noche. Por otro lado, encontramos incontables referencias bíblicas al sueño, como espacio de encuentro de Dios con el hombre. En sueños Dios se comunica con sus hijos, les muestra sus designios, les confía una misión. La noche nos permite, pues, entrar en ese mundo inconsciente, relegado y olvidado durante el día. La fuerza ciega del inconsciente nos abruma tanto, que preferimos acallarlo con ideas, imágenes, ruidos y palabras. Su misterio nos asusta y atemoriza. No creemos que Dios allí también pueda esperarnos. Ya los Padres del desierto, en los primeros siglos de la vida de la Iglesia, aconsejaban ir a descansar en la presencia de Dios, para continuar, en los sueños, este diálogo entablado durante el día. Acostarse con el nombre de Jesús en los labios y levantarse con el susurro de esta oración, era un camino de fe importante para estos hombres y mujeres de Dios, tan conocedores del corazón humano. En el sueño, Dios puede hacer su obra con más libertad, sin tantas resistencias de nuestra parte. Allí somos más flexibles, más disponibles a su trabajo en nosotros, a ese hombre nuevo que quiere ser dado a luz, en la oscuridad profunda de la noche. En mis dolores, ¿he llegado a percibir algunas luces de esperanza? ¿Quiénes han sido para mi vida faros en la noche o estrellas en el camino? ¿Me entrego con confianza a Dios, dejándome transformar por su amoroso poder?